08 abril 2014

¿CUANDO SE JODIÓ EL LIBRO, ZAVALITA?

Hace 20 años, nadie dudaba que el libro y la literatura ocupaban un lugar de privilegio no sólo entre las artes sino también en la formulación de políticas culturales que más temprano que tarde beneficiarían a otras industria culturales y  a la cultura en su conjunto. El panorama actual no es promisorio. El libro ya no es un sector de propuestas, no es más un área de liderazgo en políticas culturales sino un vagón de cola sin impacto. Algo pasó y recurriendo a una imagen literaria -como impenitente defensor del libro y admirador de Vargas Llosa- pregunto ¿Cuando se jodió libro en Chile, Zavalita?


Aunque cueste creerlo, ello no aconteció en dictadura. Si bien el gobierno militar tiene a su haber grandes quemas de ejemplares y la dantesca pira de 15 mil libros de García Márquez en Valparaíso. Ante tales despropósitos, el mundo del libro reaccionó con fuerza, dignidad y unidad. La Cámara del Libro fue la sede de las denuncias del incendio de los ejemplares de Oveja Negra y su Presidente, Rodrigo Castro, el vocero en la prensa universal del hecho, hoy debidamente registrado entre los horrores que alberga el Museo de la Memoria.

Entonces, el mundo del libro presentaba anualmente una digna feria delante del Museo de Arte Contemporáneo, escoltada por decenas de artesanos que mostraban sus obras al público lector. En esas mismas arboladas calles de tierra del Parque Forestal se forjaron proyectos como la Ley del Libro o la conversión de la abandonada estación Mapocho en centro para la cultura. Allí clamaban por libertad desde Enrique Lafourcade, José Luis Rosasco, Pablo Hunneus hasta las combativas periodistas Patricia Verdugo, María Olivia Monckeberg, Mónica González y Patricia Politzer.

En las sesiones de directiva de la Cámara del Libro se levantaban voces de editores que clamaban por un mundo editorial diverso y universal. Jorge Barros, Ernesto Corona, Pío García, José Cayuela, Eduardo Castro, Arturo Infante y el sacerdote Juan Bagá se contaban entre aquellas lucidas expresiones. Sabían que estaban liderando un movimiento nacional por la libertad y la democracia, en el que el libro jugaría un papel de vanguardia, como en tantas otras gestas de la patria desde su Independencia.

Un escritor como Jorge Edwards fundaba librerías para dar a conocer la producción nacional de todos colores. Muchos libros semi proscritos se presentaban allí, en ocasiones bajo la atenta vigilancia del Grupo Móvil de Carabineros.

El diario La Época inauguró un Suplemento Literatura y Libros, que sería posteriormente imitado por El Mercurio, desde allí llegaron los mensajes de Isabel Allende, Pepe Donoso, Nicanor Parra, Luis Domínguez y tantos creadores que seguían vibrando con Chile y su destino literario.

El mismo Donoso y Antonio Skármeta presidían sendos talleres literarios que se convertirían en el semillero de las nuevas generaciones, algunos de los cuales -Alberto Fuguet, Pablo Azocar- alcanzaron a ser editados antes del fin de la dictadura en señeras colecciones alentadas por el editor de Planeta Ricardo Sabanes, que tenía línea directa con los señalados talleres en los que hacia sus primeras letras Ágata Gligo, Arturo Fontaine, Fernando Sáez, Carlos Franz, Gonzalo Contreras, Sergio Marras, Rafael Gumucio, entre otros.

A poco de retornar la democracia, la pantalla de la TV pública generaba admiración mundial por la exhibición de El Show de los libros, iniciativa de uno de sus ejecutivos, Eduardo Tironi, concretada por un inspirado Skármeta, el sabio Mariano Aguirre y productoras externas al canal.

Lo expresado hablaba de un sector editorial compacto, pero diverso, que avanzaba con determinación hacia un objetivo que se cumplió en 1993, la Ley de Fomento del Libro y la Lectura. Esta legislación, la primera en el ámbito de la industria cultural, que sería replicada por la música y el audiovisual, sirvió también de ensayo modular para la más abarcativa ley que diez años después crearía el Consejo Nacional de la Cultura.

Fue el año de oro para el libro: el propio Ministro de Educación, autor de ensayos y narrativa, Jorge Arrate, presidió la primera versión del Consejo Nacional del Libro mientras Presidentes de la República se hacían representar en él por destacados escritores como Guillermo Blanco, Alfonso Calderón o Jaime Quezada. Por primera vez, escritores, editores, bibliotecarios, profesores, rectores universitarios, servicios públicos como la DIBAM se sentaban en una misma mesa a fijar las políticas del libro en virtud de una Ley novedosa que creaba un Fondo de Fomento  del Libro y la Lectura, equivalente a los montos que el Estado recibía por concepto del IVA al libro; éste debía ser asignado por el señalado Consejo a proyectos de fomento lector, creación de bibliotecas, compra de ejemplares además de conformar los más sustanciosos premios del país  para autores de narrativa, poesía, ensayo y dramaturgia.

Por sí fuera poco la ley aprobada en 1993 agregaba al Consejo de Editorial Jurídica un representante el Ministerio de Educación, con el objeto de reforzar el sello Andrés Bello que complementaba el ingente trabajo de edición de libros jurídicos de la casa editora de derecho público.

Ese mismo año, la Municipalidad de Santiago convocó el primer premio iberoamericano de primeras novelas, ganado por el colombiano German Santa María por su obra No morirás (Andrés Bello, 1993), otorgado por un jurado internacional que engalanaban la brasileña Nélida Piñón y el argentino Eduardo Gudiño Kiefer.

La Feria Internacional del Libro se celebraba cada vez con más público en el nuevo Centro Cultural Estación Mapocho que se establecía aceleradamente en la antigua estación de ferrocarriles, que sería inaugurado por el Presidente Aylwin a poco comenzar el año 1994. Editores y escritores celebraban con razón el hecho que gracias a su persistente lobby iniciado en las ferias del Parque Forestal, se había logrado que el gobierno de Chile asignara -aprobación parlamentaria mediante- mas de diez millones de dólares para remodelar el espacio y dar así una casa digna a la feria del libro y otras manifestaciones artísticas y culturales.

En esos mismos años de restauración, el viejo terminal ferroviario recibió en su hall y plaza a Letras de España, una maciza muestra de la producción editorial hispana durante los 25 años de democracia post franquista que envió el gobierno de Felipe Gonzalez para celebrar a la naciente democracia chilena. Veinte escritores que se desplegaron por el país luego de sus encuentros y charlas en el Centro Cultural Estación Mapocho, ocho mil ejemplares de libros donados al municipio de Santiago después de su exhibición y cinco gigantescas mesas redondas que acogieron a los lectores que llegaron en decenas de miles a Letras... fueron parte del legado de esa masiva presencia del libro español.

Fueron años en que por primera vez Chile presidió el Consejo del CERLALC, centro regional para el fomento del libro en América Latina y el Caribe, dónde tuvo un valioso intercambio de experiencias con UNESCO y otros países de la región, que se tradujo en relevantes aportes a la redacción de nuestra ley del libro.

Después de los años dorados 93/94 vinieron algunas cumbres como la irrepetida visita a la FILSA de una premio Nobel. Como aconteció en 1998 con Nadine Gordimer, escritora sudafricana que encabezó el encuentro Escribiendo al Sur del Mundo, un aporte a la feria organizado y presidido por el Embajador de Chile en ese país Jorge Heine, secundado por el escritor Ariel Dorfman. O en diciembre de 1999, cuando Chile fue por primera vez invitado de honor a la feria de Guadalajara y constituyó una delegación variopinta de escritores desde Jodorowsky a Gonzalo Rojas y Nicanor Parra junto a plumas emergentes como Eliucura Chihuailaf, Gonzalo Contreras, Carlos Cerda, Jaime Collier, Pedro Lemebel, Roberto Bolaño, Luis Sepúlveda, Marcela Serrano, Antonio Gil... Mientras entre el público que se sumó palpitaban las futuras plumas de Pablo Simonetti y Carla Guelfenbein. 


Dos hitos imposibles de soslayar fueron BiblioMetro y BiblioRedes, iniciativas de colaboración entre el sector público y empresas o fundaciones privadas que, como Metro y la fundación Bill y Melinda Gates apoyaron una extensión inédita del sistema de bibliotecas en los andenes del subterráneo de Santiago y agregaron la novedad de la computación, conexión en red incluída, a remotas bibliotecas de todo el país. Incluso, la entonces directora de DIBAM, Clara Budnik, llegó a establecer una Corporación Leer que reunía empresarios privados con gestores públicos para seguir apoyando los esfuerzos por difundir la lectura. 

Sólo un par de proyectos de infraestructura bibliotecaria, muy queridas desde la época dorada y concretadas a inicios del siglo XXI, quedaron como testimonio: las bibliotecas de Santiago y de Coyhaique.


Después vino la debacle. El libro dejó paso a la arrasadora televisión primero y la internet después. Sin que se reforzara el libro con políticas adecuadas a este amenazante escenario. Las fotocopias devoran los derechos de autores y editores, muchas veces al amparo de solemnes universidades. Los programas escolares abandonaban la lectura, reinaban los resúmenes de libros y los "rincones del vago" que entregaban literatura pre digerida y descafeinada. El sector editorial fue abandonando la lucha tradicional por profundizar las políticas públicas de lectura, enfocandose en una medida, como es la eliminación del IVA, que depende de la impenetrable autoridad de hacienda. TVN terminó con el exitoso ciclo del Show de los libros, esfuerzo de contrarrestar el tsunami audiovisual desde adentro que logró reconocimientos de UNESCO, la envidia de televisoras de España y un aceptable resultado en términos del nuevo gran jurado: el rating. Editorial Jurídica Andrés Bello cerró sus puertas y Universitaria agoniza.

El libro no vende, es caro y las fusiones de macro editoriales no ayudan ni al precio ni a la diversidad de autores, las editoriales independientes se multiplican y reducen. Las facilidades tecnológicas de impresión colaboran con la falsa consideración de que las alianzas y cooperación son innecesarias. Excesivo ideologismo por una parte y el individualismo reinante por otra estimulan una multiplicación de sellos que olvidaron las coediciones y estimulan el proyecto individual. Alianza dejó de existir como sello y como concepto posible en el sector editorial.

La querellas en el mundo del libro se han multiplicado. Las compras estatales de libros son motivo de polémicas debido al nivel de ejemplares de auto ayuda y no de la calidad literaria de los autores, los fondos concursables son condenados por principio. El mundo del libro que en algún momento, sólo hace un par de décadas, fue vanguardia de las políticas públicas en cultura ocupa discretos lugares frente al protagonismo de músicos, actores o audiovisualistas que empujan sus demandas con entusiasmo y unidad.

En este contexto ¿alguien podría sorprenderse que los chilenos no entienden lo que leen? Más aún, pareciera que a nuestro mundo editorial también le llegó el síndrome de la incomprension de las palabras, de la no interpretación de los signos de los tiempos y de la sordera a la sensibilidad del lector.

Como toda crisis es una oportunidad, quizás el interesante momento actual en que se debate sobre reforma educacional y un futuro Ministerio de Cultura permita al sector recuperar su liderazgo.

¿Hasta cuándo deberemos esperar, Zavalita?


No hay comentarios.:

Publicar un comentario