23 agosto 2010

LA CONVENCIÓN DEL SÉPTIMO AÑO

Siete es un número sugerente. No sólo por aquello de los ciclos bíblicos que interpretó José ante el sueño del faraón egipcio. Francia, un país nada ajeno a la tradición cultural chilena, cambia de Presidente cada siete años. Casualmente o no, el Consejo Nacional de la Cultura enfrentaba su séptima convención con Presidente nuevo y con un gobierno de diferente signo respecto de las seis convenciones anteriores. Adicionalmente, la región de Los Lagos, con su sólida infraestructura turística y cultural, recibía por primera vez al par de cientos de delegados que volaban desde todo el país a discutir sobre políticas culturales y comenzar a determinar el horizonte 2015 de las mismas. Como para tener expectativas.

El Ministro Luciano Cruz Coke dio inicio al congreso con un discurso agradecido, ambicioso, desafiante, crítico, sugerente y clarificador. Gratitud hacia quienes habían trazado la huella que permitía el alto nivel institucional alcanzado por la cultura en nuestro país: Manuel Antonio Garretón, Claudio Di Girólamo, Milan Ivelic y Agustín Squella, sin olvidar a quienes integraron el Directorio Nacional desde su creación en 2004 a la fecha.

Fue ambicioso el Ministro al plantear la necesidad de incorporar a esta institucionalidad áreas similares que persisten aún en otros ministerios, desde la reiterada anomalía que implica una DIBAM lejana, hasta el Consejo de Monumentos Nacionales y los departamentos de Relaciones Exteriores, Obras Públicas, Vivienda y hasta Interior que tienen relación con la cultura y el patrimonio.

Fue desafiante el discurso inaugural en cuanto planteó que era imperioso resolver tal situación considerando incluso la presencia del Consejo de la Cultura en instancias como los concursos del Consejo Nacional de Televisión o los Premios Nacionales de Artes.

Fue crítico en relación al propio servicio que dirige señalando que de las 52 medidas planteadas por la política 2005-2010 sólo se había logrado un resultado completo en 23. No obstante, ratificó los sustantivos avances de programas como los de infraestructura y los intentos de reforzar la relación entre educación y cultura.

Fue sugerente respecto a la iniciativa aplicada por el Presidente Lula, en Brasil, referida a subsidiar la demanda por arte y cultura a través de vales entregados a los sectores más desfavorecidos de la sociedad.

Fue clarificador afirmando que era partidario de los estímulos en lugar de fijar cuotas de difusión de nuestra cultura.

Pero eso era el puntapié inicial. Luego se ofreció a los convencionales un menú de propuestas, en boca de expertos, que buscaban provocar el debate. Desde las contrapuestas posturas entre un decidido estímulo a la demanda que creó Brasil y el formidable apoyo a la oferta de Carlos Cardoen en el Valle de Colchagua. O el convincente llamado de Santiago Schuster a "mover las industrias" creativas que a su vez contrastaba con un planteo de institucionalidad de Patricio Gross, discutido -y desechado por amplia mayoría- en un encuentro de 600 agentes culturales en el Parlamento, en noviembre de 1996.

El prolongado aplauso final que coronó la exposición del Alcalde Claudio Orrego sobre el trabajo en cultural en Peñalolén fue la primera expresión de la voluntad de la Convención por un modelo de desarrollo cultural participativo, inclusivo, diverso, con liderazgos comprometidos y preocupado no sólo de lo local, sino pensando fuertemente en lo global. Un ejemplo de "glocalización".

Despúes vinieron las comisiones, espacio natural para que se expresaran las opiniones de los delegados de todo el país. Entre ellas y como ejemplo, propuestas estimuladas por los expertos, tamizadas a nuestra realidad, como la creación de un fondo concursable que a la vez subsidie la demanda -entregando recursos a adultos mayores, estudiantes e integrantes de la red de protección social- y la oferta, entregando estímulos a los espacios culturales que presenten arte y cultura que acojan a los poseedores de tales subsidios. O la lógica sugerencia de "invitar para ser invitado", en relación con la presencia de nuestro arte en los circuitos internacionales.

Ya vendrán las conclusiones y la sistematización de ellas que hará el Directorio Nacional. Lo que quedó claro es que fue posible realizar una séptima Convención sostenida en los sólidos brazos de las seis anteriores, con la presencia de los nuevos funcionarios y los antiguos consejeros y ex consejeros; que fue posible experimentar la inédita sensación en la historia patria de sesionar en una región que ofrece orgullosa una variedad de infraestructuras culturales de alto nivel -como el Diego Rivera de Puerto Montt o el Teatro del Lago de Frutillar- que no habrían sido posibles sin los programas de infraestructura y gestión que forman parte de la Política Cultural de Chile.

En el primer balance quedan también el creciente protagonismo del Directorio Nacional en la jornada y su preparación, el entusiasmo de los organizadores y la cariñosa acogida de los anfitriones del Consejo de la región de Los Lagos, que pueden esgrimir una infraestructura consolidada para el turismo de convenciones y una interesante oferta cultural.

La Convención finalizó con un panel que buscaba la "Reconstrucción del Alma", planeada a partir de la tragedia del 27/F. Sin desconocer el esfuerzo de los expositores, la mejor señal en esa dirección la dieron los celulares que sonaron al unísono cuando el avión que traía de regreso a un nutrido grupo de convencionales, Ministro incluído, aterrizó en Santiago.

Los mineros estaban vivos.

La Convención del séptimo año terminó muy bien.

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