10 julio 2010

CULTURA SIN DESPERDICIO

Cuando niño, mi abuelo Enrique me adjudicó la emocionante ocupación de vigía de temporales. Yo vivía en alguno de los cerros de Valparaíso y él era un hierrovejero de origen porteño, avecindado en Santiago. La misión consistía en advertirle, con la mayor premura, que se aproximaba aquello que los metereólogos identifican como un frente de mal tiempo. La mar rizada, gaviotas desconcertadas volando hacia tierra firme, un vientecillo enloquecido y presencia temible de nubes bajas eran algunos de los indicadores que consideraba para emitir el anuncio. Me acercaba al ostentoso teléfono negro que marcaba tan ruidosa como parsimoniosamente y espetaba: - Amigo, hay temporal. Nos llamábamos mutuamente “amigo”, quizás por la complicidad que seguía a su pronta llegada: ir a mirar las gigantescas olas al borde marino, subir y bajar una y otra vez en los ascensores porteños, ser de los primeros en abordar alguna lancha en la bahía cuando la borrasca amainaba, verificar si había dejado algún barco varado en la costa. En este caso, frecuente por esos años, nos dirigíamos hacia el lugar del encallamiento para detectar su magnitud y situación. El propósito: hacer prontamente una oferta a sus dueños para adquirirlo, desguazarlo y venderlo como hierro viejo. Es decir, que no hubiera desperdicio.

Este recuerdo, actualizado por la encalladura del “Cerro Alegre” en plena Avenida Errázuriz, el 6 de julio, es una pertinente metáfora del desarrollo reciente de nuestras políticas culturales.

Hasta fines del siglo pasado, la preocupación cultural de las autoridades estaba centrada en la formación y estímulo de buenos artistas –creadores y representadores- y en guardar, lo más celosamente posible, sus creaciones, especialmente libros y cuadros. Cuando alguno de ellos varaba en las rocas de la vejez o derivaba por propias condiciones o limitaciones a considerar su arte sólo como una afición o simplemente a ser un espectador de las presentaciones de otros, no había preocupación ni estímulo. Para qué decir de aquellos que, debido a su condición socio-económica, no tenían acceso a las artes.

A contar de la creación del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, a inicios del siglo XXI, y de la formulación de una Política Cultural de Estado, se inició -por ley- la preocupación de nuestras autoridades por el proceso de la cultura en su totalidad. Se introdujo el factor infraestructura cultural –un inédito en nuestra historia- se abrió las puertas a la formación y ocupación de los gestores culturales y se comenzó a considerar a las audiencias como parte integrante e indispensable en el proceso cultural.

“La cultura es tarea de todos” comenzó a ser algo más que un eslogan y se crearon instituciones –corporaciones y fundaciones- que enfrentan su labor desde diversos ángulos y con variados propósitos: si existen centenares de orquestas infantiles y juveniles, no son sólo para formar músicos notables –cuestión deseable pero no prioritaria- sino fundamentalmente para establecer audiencias musicales y colaborar en la inserción social de los intérpretes y su entorno familiar; si se funda el Museo Interactivo Mirador, es para implantar públicos interesados en la ciencia y la tecnología desde la más temprana infancia, no necesariamente para descubrir un Premio Nobel; si se disemina por el país una entidad como Balmaceda Arte Joven es precisamente para que convivan por igual, alrededor de una disciplina artística, adolescentes que la van a acoger como su profesión con quienes la adoptarán como una afición y con quienes simplemente la seguirán como un hábito de espectadores frecuentes.

Algo parecido ocurre en los centros culturales que germinan en todo el territorio, precedidos por planes de gestión y estudios de audiencias que prevén el impacto que tendrán en sus comunidades locales y requieren de corporaciones sin fines de lucro, ampliamente participativas, que los gestionen. Para que no existan elefantes blancos, para el esfuerzo que hace el Estado en construirlos no tenga desperdicio.

Para que, si el barco llega a varar, sus planchas de hierro sean reutilizadas en forjar herramientas, convertirse en acero o en nuevas embarcaciones que sustenten otras creatividades.

Porque un creador mira las gaviotas, se instruye en las marejadas y ve en ellas nuevas oportunidades.

Como don Enrique.

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